Y, de repente, zas.

Pues ya ves, las vueltas que da la vida -se decía a sí misma mientras miraba su ojeroso rostro en el espejo. El color grisáceo que rodeaba sus ojos era el reflejo de aquellos últimos años, en los que había tratado de desintoxicarse de él; había intentado con todas sus fuerzas aprender a vivir con su ausencia, sin verle, sin escribirle, sin abrazarle, sin que le abrazara para apaciguar su dolor. El empeño en conseguir todo esto había dado sus frutos, pequeños, eso sí, pero los había dado. Y es consciente de que no era nada fácil. Estaba completamente enganchada a él. Era como una droga. Lo necesitaba para vivir. Y, si no, lloraba. Lloraba desconsoladamente, lo que le llevaba a necesitar sus abrazos, que le hacían llorar de nuevo. Se había convertido en un círculo vicioso y tenía que salir de allí. Parecía que lo había conseguido, sí, -se decía a menudo frente al espejo. 

Y, de repente, zas. Y en toda la boca, además. De pronto se encontró de nuevo sumergida en sus labios, rodeada por sus brazos, embriagada por su olor, e intoxicada, de nuevo, por todo lo que él representaba para ella. Había recaído. Había vuelto a engancharse a aquella peligrosa droga. Y, aunque, lo estaba viendo venir a cámara lenta; aunque supiera que esta recaída sería más perjudicial para ella que la vez anterior; aunque asumiera que algún día todo esto se esfumaría del mismo modo que había llegado; a pesar de ser consciente de todo lo que estaba sucediendo y de lo que sucedería, quería seguir enganchada a él. Quería seguir intoxicada; queria sentir cómo le embriagaba su olor cada vez que le abrazaba; quería seguir sumergiéndose en sus labios y quería permanecer indefinidamente rodeada por sus brazos. Quería detener el tiempo, en definitiva.