Y, es que, lo peor estaba por llegar

Todavía no comprendía cómo aquellas palabras pudieron clavársele tanto, tanto, tanto que abriesen un agujero negro en su estómago y otro en su pecho, ahogándola profundamente, hiriéndola desconsoladamente, provocándole unas náuseas terribles y dejándole un gran surco en sus mejillas, provocado por aquel llanto tan amargo que emanaba con abundancia de sus tristes, apagados y ya lúgubres ojos. Se sintió abatida, desconsolada, tremendamente débil y exhausta, como si fuese a desfallecer en cualquier momento. Aquello era real, no estaba siendo una pesadilla ni un mal sueño. Estaba sufriendo realmente, aquellas circunstancias y acontecimientos inminentes la estaban marcando tanto como si Hefesto la estuviese quemando con el fuego de su fragua. La depresión asomaba por todos los poros de su piel y la estaba desbordando, al igual que sucedió aquella vez con la bañera, que olvidó que había dejado el grifo abierto para llenarla e intentar sumergirse en el agua hasta conseguir no salir a flote, y el agua desbordó la bañera, y no supo qué hacer. Lo mismo sucedía con ella. La depresión brotaba por cada recoveco de su cuerpo y no sabía si debía recogerla con una fregona o mejor llamar a los bomberos, porque la inundación comenzaba a transformarse en una emergencia urgente y, quizás, la fregona ya no fuese suficiente. El dolor, el llanto, la aflicción y el desconsuelo estaban haciendo mella en su ánimo y no veía la forma de salir airosa de aquella situación. Ni el momento. Y, es que, lo más posible, lo peor estaba por llegar.

Abrazos de emergencia

Había amanecido un día gris, de esos que a ella tanto le gustaban, sin ese sol dañino que daba en su ventana y que tanto le cegaba cuando intentaba estudiar. Cómo le agradaban los días nublados y correr sus cortinas para disfrutar de aquellos días a través de su ventana. Era temprano, así que, se dirigió a la cocina, a preparar su café y sus tostadas, como había acostumbrado a hacer desde el último verano (el segundo verano fatídico de su vida). Pero algo extraño percibió al entrar en la estancia. En el armario de cristal de la cocina donde guardaba sus tarritos (también de cristal) faltaba uno. ¿Dónde estaba? ¿Dónde se había metido? No podía haberla abandonado, no tan rápido. Aquel era su botecito de cristal preferido. Los coleccionaba porque aquella textura cristalina le fascinaba y les ponía etiquetas de colores para saber qué contenía cada tarrito. Es que últimamente le había dado por olvidarlo todo, qué cosas, y olvidaba hasta su nombre. Por eso, por si le acechaba un ataque olvidadizo de lo que le rodeaba, había decidido ir poniendo etiquetas de colores por toda la casa (adoraba el cristal, pero que todo estuviese colorido y vistoso era otra de sus manías). Sus botecitos de cristal se habían convertido en una pieza fundamental en su vida ahora y, de repente, esa mañana su preferido ya no estaba donde lo dejó por última vez. Era el que contenía los abrazos, de todo tipo, pero los de emergencia de los que más. Precisamente el que necesitaba con más urgencia, porque había días que, de repente, todo se tornaba oscuro y triste, y tenía que acudir a la cocina a por uno de aquellos abrazos que tanto conseguían tranquilizarla y sosegarla. También coleccionaba besos, y caricias, y sonrisas, y verdes esperanza, y cielos azules, de esos claritos, tirando a turquesa, o cielos grises, que también eran de sus preferidos, y mañanas de mermelada de fresa, y atardeceres en banquitos, con buena compañía, y tardes de lluvia, y, en definitiva, todas aquellas esencias de la vida que le hacían sentir bien, para tenerlas a mano en los momentos difíciles, oscuros y tristes. Pero el tarrito de los abrazos había desaparecido aquella mañana; quizá se fuera con él la tarde antes; quizá el se lo llevó, junto a su olor y su paso firme, tras la que podría haber sido su despedida, porque Dios sabe cuándo volverían a verse, así, uno junto al otro, en aquellas tardes tristes y oscuras en que él le regalaba aquellos abrazos para que se sintiera mejor, y la tarde ya no fuera tan triste y llorona. Los abrazos de emergencia se habrían acabado seguramente porque él se llevó su botecito de cristal preferido, y sin consultarle.