Una tarde importante

-Venga, vamos a intentar normalizar esta situación, vamos a intentar reestructurar nuestra relación actual. Tenemos dos puntos sobre los que apoyarnos para conseguir avanzar: tú estás convencida de que yo no te hago (ni te he hecho nunca) daño a propósito (y estoy convencido de que así lo piensas) y yo estoy seguro de que tú no me haces daño a propósito. Pero sin querer, ambos nos estamos haciendo sufrir mutuamente y así no llegamos a ningún sitio. Creo que hemos sido y podemos seguir siendo unos muy buenos amigos sin tener que tomar medidas drásticas como en la que he pensado muchas veces: dejar de vernos. (Con sólo pensar en esa idea, a Lis se le nublaban los ojos). Tú eres muy importante para mí. Tú y tu felicidad me importáis mucho y veo absurdo tener que dejar de verte y terminar peleado contigo y estoy convencido de que tú tampoco quieres que acabemos mal y separados, ¿verdad?

Lis asentía a todo lo que Raúl decía mientras que sus ojos derramaban lágrimas sin cesar. Siempre había admirado (y siempre lo haría) la gran elocuencia de Raúl y esa capacidad tan perfecta de expresarse. Ella, sin embargo, sólo era capaz de construir paupérrimas construcciones sintácticas (y menos aún era capaz de construir un soliloquio como los que él conseguía pronunciar) en su presencia y solía expresarse más bien en monosílabos. Él lo sabía, conocía lo difícil que era para ella aquello y evitaba en la medida de lo posible presionarla. Aquella tarde, gracias a él, estaban llegando a buen puerto, ya que en los últimos días se habían distanciado un poco y debido a ello, la comunicación  entre ellos estaba siendo un caos. Pero esa tarde le había dicho muchas cosas que consideraba importantes y que consiguieron tranquilizarla bastante, pues se encontraba perdida constantemente en un mar de lágrimas y con un pánico continuo en su cuerpo. No recuerda muy bien todas y cada una de aquellas cosas que le dijo. Sólo recuerda algunas palabras puntuales, algunas frases, dime algo, lo que sea, ¿crees que esta conversación está siendo beneficiosa o que te está perjudicando?, y un abrazo, un ven aquí y dame un abrazo... más fuerte... a ver si voy a tener que enserñarte... así, muy bien... lo vamos a hacer, ¿vale? dime que lo vamos a conseguir... 

Y Lis asintió con la cabeza nuevamente, intentando convencerse a sí misma de que así sería. No estaba dispuesta a perder uno de los amigos más especiales que había tenido nunca.       


 

A Lis le gustaba acurrucarse

Aquella tarde comenzó a llover, justo después de comer, y Lis decidió aplazar su siesta unos minutos para disfrutar de aquel espectáculo otoñal que tanto le gustaba contemplar desde la ventana de su minúscula pero acogedora habitación. Se quedó sentada en aquella silla negra tan incómoda (y que tanto odiaba) que había delante de su mesa, justo frente a la ventana. Se quedó sentada mirando a través de su cristal (con aquellos ojos tristes tan acostumbrados a las gotas gordas de lluvia), en el cual el viento, acompañado de algunas gotas gordas que caían desde las nubes, se agolpaba. Lis creyó oírles decir (pues aquellas no eran unas gotas cualquiera) que las gotas gordas de lluvia sólo podían caer desde las nubes (ellas no las habían visto caer desde otro lugar hasta que vieron los ojos mojados de Lis) y que era imposible que cayeran desde unos ojos tan tristes y apagados, porque las gotas gordas de lluvia pesaban mucho y por ello se podían romper sus ojos. 

Lis pensó que quizás tendrían razón, pero les explicó por qué desde sus ojos también caían gotas gordas: a veces, Lis sentía un dolor muy fuerte allí adentro, en su pecho, que la dejaba casi sin respiración y pensó que quizás, debían ser aquellas gotas gordas de lluvia que la golpeaban (por eso le dolía tanto) y luchaban en su interior para salir a través de sus ojos tristes y recordarle que no estaba bien. A veces, desaparecían rápidamente. A veces, salían y salían gotas gordas sin cesar. Y Lis se agotaba, quedaba exhausta después de que aquellas gotas salieran a borbotones por sus ojos. Entonces, Lis solía irse (y aquella tarde lluviosa también lo hizo) a la cama y se acurrucaba. Se encogía sobre sí misma como un ovillo de lana y se aferraba fuerte a su almohada para que el pecho le doliera menos y así evitar que aquellas gotas malvadas mojasen su almohada preferida. No siempre lo conseguía. Pero le gustaba acurrucarse así. Y le gustaba pensar que Raúl llegaría en cualquier momento (pues habría intuido el daño que aquellas gotas querían hacer a Lis) y le abrazaría por la espalda y le susurraría al oído que no pasaba nada, que él estaba allí y que estuviese tranquila porque las gotas gordas de lluvia hoy no le iban a hacer más daño. 

A Lis le encantaba acurrucarse... 

Quiero que sigamos imaginando...

Todos los días, entre semana, intentaban buscar un hueco en sus horarios (aunque sólo fueran cinco minutos –a lo sumo una hora-) para poder verse y compartir ese momento del día juntos. No siempre podían, pero ambos lo intentaban. Ese día tenían un poquito más de tiempo y habían acordado verse en uno de los lugares que a ella más le gustaba: el estanque. Allí podían estar tranquilos y sin un continuo circular de gente a un lado y a otro (algo que a ella últimamente le ponía nerviosa y conseguía “desestabilizarla”). Así que, allí estaban, sentados en un banco como siempre, contemplando las agradables vistas que les ofrecía aquel estanque y deleitándose sus oídos con el delicioso sonido del agua. Ella estaba un poco triste, como últimamente había estado, y él, al ver que de un momento a otro iba a caerle una lágrima de los ojos, la acercó junto a su pecho y la abrazó. Nunca había necesitado tanto aquellos abrazos como en el último año. Los necesitaba constantemente y él hacía lo posible por dárselos cada vez que podía. Él le había prometido darle el cariño que le hiciera falta y así lo estaba haciendo. Por las mañanas, solían escribirse por mail y cuando ella estaba mal, Raúl le enviaba abrazos eternos y cálidos. Unos, contemplando juntos una puesta de sol; otros, sentados en la orilla de la playa escuchando el rugir de las olas. Pero todos y cada uno de ellos tan reales como el que le estaba dando en aquel momento frente al estanque. 

Tras estar un largo rato abrazados, Lis consiguió pronunciar algunas palabras:
- Raúl, ¿te acuerdas que todo empezó por imaginar momentos en los que estábamos uno junto al otro?
- Claro que me acuerdo, peque… 
- Y, ¿te acuerdas que hasta fuimos a Venecia y volvimos en una noche? Dimos hasta un paseo en góndola…
- Sí… 
- Pues, aunque todo haya cambiado, quiero que sigamos imaginando… aunque solo sean abrazos, quiero que sigamos haciéndolo… porque serán sólo nuestros… y aunque todo sea diferente, podemos ser los mejores amigos que se den los mejores abrazos imaginarios del mundo. 
- Te prometo que así será, peque. Nunca dejaremos de imaginar…
- Gracias…