Tranquilidad

Debería ser ella quien estuviera en la cama de ese hospital. O cualquier otro. No le importaba. Al fin y al cabo, en un hospital. Pero era Lis quien tenía que ocupar aquel lugar. Por intento de suicidio, o que eso pensaran los médicos; o por un verdadero intento de suicidio, quién sabe. El caso era dejar a un lado su vida, aparcarla, quizás por unos meses, quizás para siempre, si no llegaban a tiempo. Pero de aparcarla al fin y al cabo. Era excesivo el tiempo ya el que llevaba tirando de su vida y de su cuerpo con una cuerda. Y diciendo, venga, un poco más, estamos llegando. Pero no, no llegaban a ningún sitio. Ni la cuerda, ni su cuerpo, ni su vida. Andaban en círculo, siempre en la misma dirección, y siempre sin saber a dónde les llevaba aquella trayectoria circular y viciosa. Quizá era hora de parar aquel sinsentido, así, de forma contundente, y de esta manera, respirar tranquilidad. Sí, eso era lo que andaba buscando de aquí para allá. Tranquilidad. Y muy contadas veces se topaba con ella cara a cara. Era cuestión de suerte o de Diossabequé. Así que, si la tranquilidad no venía a visitarla a ella, sería ella quien iría a buscarla. Todavía no había decidido cómo, pero lo haría, vamos que si lo haría. O, al menos, eso quería pensar.

Lis ya no sabía si quería volver a madrugar

Hacía ya varios meses que permanecía en la cama como mucho hasta las 8'30h. Siempre se levantaba antes de esa hora, ya fuera lunes, ya fuera domingo. No le importaba madrugar. Al contrario, había empezado a agradarle la idea. Le encantaba salir temprano al patio de casa, donde calentaba la leche, y sentir cómo el fresco de la mañana arañaba la piel de sus manos, pequeñas, y su rostro, triste, apagado desde hacía nosécuántotiempoya. Pero había aprendido a levantarse de la cama para disfrutar de aquella sensación de invierno que tanto hacía reír a sus huesos. Adoraba el invierno. El frío, la chimenea, salir a la calle con tropecientas capas de ropa. Y ese era uno de los alicientes que le permitían salir de entre las sábanas por las mañanas. El otro, preparar el desayuno. El suyo, claro, no había nadie más en casa a quien poder preparárselo. Y mira que le hubiera gustado preparárselo a él, pero eso ya es otra cosa. Le despejaba preparar su café con leche diario, bien calentito (para contrastar con el frío matutino), tanto que viera cómo el humo se retorcía saliendo de su taza azul preferida. Y dos tostadas, con queso, para contrastar con la dulzura de su café. Ya ves, le gustaban los contrastes. Su tercer aliciente, meterse en su habitación, el lugar donde últimamente tantas horas pasaba, abrir el correo electrónico y ver: Lis (1). Así, resaltado en negrita, con el unoentreparéntesis. Y, es que, bajo aquél Lis unoentreparéntesis subyacía algo más que un simple número encerrado por dos paréntesis en negrita. Por eso, cuando no encontraba el unoentreparéntesis lo buscaba incesante durante toda la mañana. Una y otra vez. Le impacientaba aquello, le entristecía no verle tan temprano por allí. ¿Es que acaso no le importaba? ¿Se habría olvidado de Lis? No podía hacerlo, era uno de los motivos por los que se levantaba antes de las 8'30h. Pero, a pesar de las dudas que acudían a Lis, pese a que pensara que el unoentreparéntesis podría no aparecer aquella mañana, siempre lo hacía. Más tarde o más temprano, pero siempre llegaba. Y aquello le gustaba. Le ayudaba a levantarse de su cama, era una de las razones porque lo hacía. Por eso, cuando se trastocaba este hábito, sufría, y se sentía desubicada. E intentaba aguantar, como una machota, porque el unoentreparéntesis era raro que apareciese un sábado o un domingo a las 8'30h. Pero casi nunca lo conseguía; nunca llegaba a ser una verdadera machota; siempre terminaba derrumbándose y acurrucándose sin fuerzas en aquella cama. Y entonces se volvía frágil, lo notaba. Era como si estuviera hecha de cristal muy muy fino, todo resquebrajado, con la posibilidad de deshacerse en diezmilpedacitospequeños en cualquier momento. Se sentía débil, pequeñita, y las lágrimas la mojaban tanto tanto que hasta la arrugaban. Y sentía que ya no podía hacer nada más. Que todo podría acabar. Así, ya no tendría que madrugar. Ni tendría que buscar alicientes para volver a levantarse de aquella cama. Lis ya no sabía si quería volver a madrugar.