A veces compraba zapatos nuevos para calzar aquella tristeza que le envolvía. Era la solución más cómoda que creía haber encontrado para aliviar aquel dolor que le desbordaba por todas partes. Si calzaba unos buenos zapatos (y bonitos) seguro que sería capaz de aguantar mucho más tiempo de pie del que ahora era capaz. Y, al andar, el peso de la desolación seguro que lo podría sobrellevar mejor. O no, quién sabe. Igual estaba equivocada y la solución no era comprar zapatos nuevos. Ni bonitos. Porque, para qué engañarnos: ¿es que, acaso a la tristeza y el sufrimiento les importaba mucho los zapatos que podría comprarse Lis? Seguro que no. Seguro que les era indiferente. Seguirían haciendo que su cara estuviera triste; seguirían haciendo que sus ojos estuviesen bañados en lágrimas día sí, día también; y seguirían haciendo que Lis no tuviese esas ganas de vivir con las que se supone que una se tiene que levantar todos los días. Seguiría sintiéndose débil y desamparada, frágil y desprotegida, como aquellas veces en las que se tenía que acurrucar en la cama y encogerse sobre sí misma, acompañada por la soledad. Momentos en los que le hubiera gustado que Raúl estuviese a su lado, dándole esos abrazos que sólo él sabía darle (de esos calentitos, y largos, muy largos, cargados de caricias en la espalda), susurrándole al oído que no se preocupara, que él estaba allí para arroparla, que no se iba a mover de allí hasta que la tormenta hubiese pasado. Pero la realidad era otra, así que, Lis a veces decidía comprar zapatos nuevos. Quizá algún día acertara con unos que gustaran a la tristeza, ¿no? Todo era cuestión de probar.
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