Aquella tarde comenzó a llover, justo después de comer, y Lis decidió aplazar su siesta unos minutos para disfrutar de aquel espectáculo otoñal que tanto le gustaba contemplar desde la ventana de su minúscula pero acogedora habitación. Se quedó sentada en aquella silla negra tan incómoda (y que tanto odiaba) que había delante de su mesa, justo frente a la ventana. Se quedó sentada mirando a través de su cristal (con aquellos ojos tristes tan acostumbrados a las gotas gordas de lluvia), en el cual el viento, acompañado de algunas gotas gordas que caían desde las nubes, se agolpaba. Lis creyó oírles decir (pues aquellas no eran unas gotas cualquiera) que las gotas gordas de lluvia sólo podían caer desde las nubes (ellas no las habían visto caer desde otro lugar hasta que vieron los ojos mojados de Lis) y que era imposible que cayeran desde unos ojos tan tristes y apagados, porque las gotas gordas de lluvia pesaban mucho y por ello se podían romper sus ojos.
Lis pensó que quizás tendrían razón, pero les explicó por qué desde sus ojos también caían gotas gordas: a veces, Lis sentía un dolor muy fuerte allí adentro, en su pecho, que la dejaba casi sin respiración y pensó que quizás, debían ser aquellas gotas gordas de lluvia que la golpeaban (por eso le dolía tanto) y luchaban en su interior para salir a través de sus ojos tristes y recordarle que no estaba bien. A veces, desaparecían rápidamente. A veces, salían y salían gotas gordas sin cesar. Y Lis se agotaba, quedaba exhausta después de que aquellas gotas salieran a borbotones por sus ojos. Entonces, Lis solía irse (y aquella tarde lluviosa también lo hizo) a la cama y se acurrucaba. Se encogía sobre sí misma como un ovillo de lana y se aferraba fuerte a su almohada para que el pecho le doliera menos y así evitar que aquellas gotas malvadas mojasen su almohada preferida. No siempre lo conseguía. Pero le gustaba acurrucarse así. Y le gustaba pensar que Raúl llegaría en cualquier momento (pues habría intuido el daño que aquellas gotas querían hacer a Lis) y le abrazaría por la espalda y le susurraría al oído que no pasaba nada, que él estaba allí y que estuviese tranquila porque las gotas gordas de lluvia hoy no le iban a hacer más daño.
A Lis le encantaba acurrucarse...
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